Antes y después del Imperio del Sol Naciente.

martes, 13 de noviembre de 2012

Mascotas

Hoy me cruce con dos interesantes artículos en internet. Uno en un portal mexicano comenzaba así “Se han hecho estudios para demostrar que la soledad se da menos en la gente que tiene una mascota.” Aha. Luego, otro en una página española afirmaba “(se) ha publicado un estudio sobre la influencia que tienen las mascotas sobre la vida de los solteros y una de las conclusiones más sorprendentes es que resultan un buen “cebo” a la hora de ligar ("ligar!" Los españoles son lo más!). Asimismo, más de la mitad de los propietarios de perros creen que éstos ayudan a conocer gente.”

E inmediatamente concluí: me voy a comprar un perro. No, mentira. Primero porque aun le tengo fe a mis encantos naturales y segundo porque jamás limitaría a un perro a los confines de un monoambiente. Pero no puedo negar que en algún momento de mi vida no haya recurrido a la compañía de una mascota no para “ligar” a nadie sino para combatir la añoranza de contacto humano.

Específicamente ocurrió al tercer año de vivir en Japón. Me había empezado a pasar que de noche soñaba (esta parte es triste) que me abrazaban. Largos y vividos abrazos. Esto hacia que despertara con una hermosa y cálida sensación en el pecho. Sensación que luego se desvanecía con el correr del día lo que me hacía sentir aun mas desamparada.

Fue así que en un sábado de verano, durante uno de los tantos viajes de Joon (mi ex) a Corea, fui hasta la única veterinaria que conocía en el centro de Kyoto. La residencia universitaria en la que vivía claramente establecía en el reglamento que no se permitían mascotas en las habitaciones pero tal era mi desolación en ese momento que muy poco me importo (creo que esa fue una de las poquísimas sino la única vez que ose en apartarme de los mandatos nipones).

Y me compre un hamster. El único bicho que se me ocurrió iba a ser lo suficientemente chiquito y silencioso como para no ser descubierto por el ojo vigilante que todo lo ve de la gente de la administración de la residencia. Había tenido hamsters de chica y, salvo cuando se escapaban de sus jaulitas y eran causal de paros cardíacos en mi madre, tenia tiernos recuerdos de estos simpáticos animalitos.

El viaje hasta la residencia era de aproximadamente una hora. En el tren, con la jaula sobre mis piernas, empecé a pensar en un nombre para mi nueva mascota. Era tan chiquito que quería que tuviera un nombre grande, épico. Le puse Frodo, en honor al héroe de la trilogía de El Señor de los Anillos.

No tuve que preocuparme por escabullir a Frodo del guarda de la puerta porque era el guarda de los fines de semana e independientemente de la hora del día en que uno entrara o saliera este japonés parecía estar siempre dormido o dopado, nunca me di cuenta de la diferencia.

Cuando finalmente entramos con Frodo a la habitación el pobrecito estaba tan asustado que chillaba como marrano. Jamás imagine que una cosita tan insignificante pudiera ser capaz de emitir aullidos tan agudos. A pesar de los 40 grados de calor que marcaba el termómetro cerré violentamente las ventanas y agradecí estar viviendo en el piso 11, lejos, muy lejos de toda figura de autoridad en la plata baja.

Ante el regocijo por su reciente adopción (interpreto a roedores en mis ratos libres), Frodo había hecho pipi y otras cuestiones más en cantidades que nuevamente no condecían con su estructura corporal. Y entonces reflexione: verano, 40 grados de calor, desechos orgánicos de un hámster. La situación ameritaba un urgente aseo general. Pero limpiar la jaula de Frodo implicaba tener que sacarlo de ahí dentro. Pequeño detalle. Era tal el estado de estrés del pobre animal que ni bien metía mi mano dentro de la jaula no me mordía sino que literalmente me masticaba los dedos. Trataba de usar mi psicología animal para calmarlo. Le hablaba en castellano, en ingles, en japonés, pero nada. Este bicho es chino, pensé. Habré luchado como cuarenta y cinco minutos hasta que tuve la prodigiosa idea de meter dentro de la jaula una taza grande de café (a la cual Frodo mordía rabiosamente) y lo empuje con un palito dentro de la taza. Jamás pude hacer que dejara su jaula de otro modo.

Mi fantasía de tener una mascota tierna y dulce que me propiciara cariño pronto se vio desvanecer. Los hamsters son bichos cuya única actividad diurna es dormir. Esto hacia que para interactuar con Frodo tuviera que esperar a que se despertara, cosa que nunca ocurría hasta que caía el sol. Con mi sofisticado método de la taza de café logre sacarlo de su jaula un par de veces. Lo hacía caminar por mi escritorio y le encantaba engancharse las patas en el teclado de la computadora. En ocasiones me sentaba en el piso y lo hacía correr por la habitación. Por desgracia estas actividades eran forzosamente breves ya que se tornaban un tanto anti higiénicas después de unos minutos gracias a que Frodo dejaba pequeños suvenires a lo largo de su trayecto. Deshonrando a su nombre, la valentía no era una cualidad que corriera por sus venas.

Salvo las marcas de sus dientes en mis dedos nunca tuve ningún otro tipo de contacto físico con Frodo (definitivamente era asiático). Igual llore el día que ya no estuvo más. Lo enterré en un árbol en frente de casa y plante una plantita sobre su tumba. Nunca floreció.

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