Antes y después del Imperio del Sol Naciente.

viernes, 1 de febrero de 2013

La Viruta


El miércoles, víspera de feriado, fui a La Viruta. La historia de como es que termine es este tradicional recinto tanguero palermitano comenzó el sábado pasado cuando conocí a Chiaki-san.

Chiaki-san es la sobrina de Matsuda-san, una alumna japonesa de la profesora de yoga de mi madre. No sabría decir a ciencia cierta en que año Matsuda-san llego a Argentina pero se que lo hizo en barco con lo cual deduzco que el tiempo que ha estado conviviendo entre nosotros ha sido ya considerable. Pese a esto, su nivel de comprensión y expresión en español deja mucho, mucho que desear. La amiga de mi madre le dio mi teléfono a Matsuda-san para que me pusiera en contacto con su sobrina. El viernes Matsuda-san me llama por teléfono: “Ah, si. Paula-san, por favor” “Si, Matsuda-san (como para no reconocerla), soy Paula” “Con Paula-san, por favor” “Si, soy yo” “Paula-san, por favor” “Matsuda-san, con ella habla” “Ah, ella es?” “Si, Matsuda-san, soy Paula”, “Ella es?” “Si, ella es”. Luego de este breve preámbulo que indefectiblemente se repite cada vez que hablamos por teléfono, Matsuda-san me pasa con su sobrina. Chiaki-san llego de Japón hace 10 días. Vino a Argentina a aprender español pero principalmente porque la apasiona el tango.

Patrimonio Cultural de la Humanidad, se que el tango despierta pasiones en todos los rincones del planeta, especialmente en Japón, pero debí haber llegado tarde al reparto de géneros musicales porque el encanto de esta danza no ha prendido en mi. Resumiendo, no me gusta ni un poco. Sin embargo, como me esfuerzo por ser una buena anfitriona (moriría de hambre siendo guía de turismo), seguí las recomendaciones de Silvana, mi amiga del alma, y allí fuimos las tres (Silvana, Chiaki-san y yo) a La Viruta para que la japonesa luzca sus habilidades tangueras.

Un detalle de color. La Viruta esta situada en el subsuelo del Club Armenia donde Joon, mi ex, solía jugar al básquet. Situación potencialmente consternante pero que a rigor de verdad me tuvo sin cuidado, corroborando mi sospecha que su recuerdo yace ahogado en las profundas aguas del olvido. En fin. Continuo.

Nuestra intensión era que Chiaki-san asistiera a una clase pero gracias a la elevada frecuencia del colectivo 110, llegamos tarde. Esto no impidió que entráramos y nos sentáramos a una mesa que perspicazmente (muy de vez en cuando un halo de luz ilumina mi cerebro) había reservado con antelación. Al terminar las clases, las luces bajan, la música sube el volumen, la pista se abre y agarrate Catalina porque se arma “el” baile. En eso Chiaki-san me dice “ay, esta música me da ganas de bailar”. Dirigí una mirada de suplica a mi amiga y le dije “Sil, por favor llevala a bailar vos que yo no tengo ni idea de cómo se hace esto”. Cual santa que es, Silvana se calza los zapatos tangueros (Chiaki ya los tenia puestos) y encaran para la pista. Yo, denotando mi simpatía por el ritmo musical me quede en la mesa feliz en mis chatitas.

Parece ser que la onda del lugar es que los tipos te tienen que venir a sacar a bailar. No pasan ni 10 minutos que Silvana irrumpe en la pista danzando con un hombre entrado en años, mientras que Chiaki-san baila con un pelirrojo que luego me enterare que era alemán. Dak o Dgrag o Dar (mi incapacidad innata para retener nombres resurge ahora con toda su potencia) estaba de paso por Buenos Aires en una de sus escalas de su recorrido por América del Sur. Cosa que este alemán estaba solo y se nos pego toda la noche. Simpático y locuaz, el baile no era una de sus virtudes. Igual el pibe le ponía garra y es así que estaba emperrado en sacarme a bailar. En pos de la confraternidad germano-argentina lo consiguió en 2 o 3 oportunidades. Pero sus dotes como bailarín sumada a la rotunda negación de mi cerebro a procesar el 2 x 4, hacían de la nuestra una pareja muy poco agraciada por no decir horriblemente mala. Dak o Dgrag o Dar ponía todo su esfuerzo en hacer que me moviera al ritmo de la música pero cada paso que daba sistemáticamente terminaba sobre el pie del alemán quien, estoy convencida, en mas de una oportunidad me maldijo en su lengua materna.

Con el correr de la noche, otro caballero, un morochazo argentino, se acerco a la mesa y de frente y sin anestesia me encara “Bailas?”, “Te agradezco pero no se bailar tango y soy muy mala aprendiendo” (el alemán asistía con la cabeza mientras que se agarraba el pie), “No importa, bailas?” “Por que no la sacas a ella (señalo a Chiaki-san) que es una eximia bailarina?” “Yo te vine a sacar a vos” y repite en todo desafiante “Bailas?”. Como a mi no me apura nadie y yo no me amedrento frente a un desafío, me pare y con mucha convicción encare para la pista. El morocho venia detrás. Cual película hollywoodense se para debajo de un spot de luz, me agarra de un brazo, me acerca hacia su pecho, pone pose de malevo arrabalero y da el primer paso. De inmediato el pibe percibe mi total incapacidad motriz (le fracture una falange de su pie izquierdo) por lo que comienza a tratar de explicarme el ABC del tango. Ni el ABC ni el DEF ni el GHI. Carezco totalmente de coordinación y ni hablemos de la gracia para este baile. Creo que no termino el tema que el flaco ya había abandonado su cruzada dejándome atrás en la pista aun debajo del spot de luz, sumergida en mi propia humillación. Falto que me diera una palmadita en la espalda y me dijera “Volve cuando seas grande, piba”. Definitivamente el tango no es lo mío.

Por ahí también se escucharon unos temas de rock-and-roll donde mas o menos puedo llegar a engañar un poco pero el único que me saco a bailar este genero fue el alemán con quien, para el deleite de los presentes, nuevamente hicimos el ridículo. Estoy convencida que en un campeonato de “bailar es cualquier cosa menos esto” ganábamos holgadamente.

Fui sin ningún tipo de expectativas a La Viruta y la verdad que me divertí mucho. Chiaki-san quedo encantada con el lugar y quiere repetir la experiencia. Seguramente volvamos pero la próxima vez procurare llegar a tiempo a la clase aunque mas no sea para evitarles el mal trago a los espectadores.



martes, 22 de enero de 2013

Mad(r)e in Japan


A los 4 años de vivir en Japón lo impensado ocurrió. Mi madre dio media vuelta al mundo y me vino a visitar. Hacia mas de 2 años desde la ultima vez que yo había podido volver a Argentina y, por ende, que no nos veíamos.

Pero antes de contar lo que fueron para mi las mejores semanas de toda mi estadía en la isla (lejos), permítanme decir unas palabras sobre mi madre.

Con mi madre tenemos una conexión especial. Una especie de lazo invisible que nos une. Algunos podrán juzgarme que nunca corte el cordón umbilical con ella. Me tiene sin cuidado. La relación que tenemos con mi madre la valoro muchísimo y me hace sentir muy orgullosa como hija y como adulta. Ahí esta, lo dije.

Mi madre es una mujer inteligente y discreta, medida en sus acciones y en su hablar. Ni muerto la vas a encontrar donde no debe. Si llega a enojarse con vos jamás te lo refregara en la cara, sino que te cubrirá con su solemne manto de mutismo lo cual es infinitamente peor. Lo bueno es que se desenoja fácilmente. Jamás levanta la voz porque odia el escandalo pero no le tiene miedo al ridículo (he sido y soy victima de ello) ni a las demostraciones publicas de afecto (y llénenme este casillero también).  Ha logrado en su vida todo lo que se propuso (salvo el ser cantante y haber nacido en Paris). Ahora que los años pasaron su mayor anhelo es convertirse en una “vieja sabia”. Yo creo que ya lo es (lo de sabia mami, viejos serán otros). A pesar que mi ida a Japón le causo mucho dolor, nunca dejo de empujarme a cumplir mi sueño de vivir en el Imperio del Sol Naciente. Un lema de ella para con sus hijos es “si vos sos feliz, yo también lo soy”. No es acaso extraordinaria esta mujer?

Su viaje fue épico desde los preparativos. Lo mas lejos que había llegado de Argentina era Brasil, pero en ningún momento la amedrentaron las 36 horas de vuelo y el transbordo de avión que la llevaran donde su hija. Mi madre no habla ingles y mucho menos japonés con lo cual el que viajara sola era un tema. La mejor forma que se me ocurrió de poder soslayar esta cuestión fue la de armarle una lista de palabras y frases en ingles con sus respectivas fonéticas. Recuerdo que se las hacia practicar por Skype. “A ver ma, jugo de naranja. Oransh yius, repetí” “Oransh yius” “Bien, muy bien” “Cuando la azafata te pregunte si queres pollo o carne te van a decir…” “Esta la se!”, me interrumpía, “chiken or mit” “Bien ma!”, la alentaba. Como buena hija obsesiva que soy la lista era bastante extensa (unas 4  carillas) y contemplaba todas las posibles situaciones durante el viaje en las que mi madre podría llegar a tener que interactuar con otro ser humano no hispanoparlante. Justamente como la lista era tan extensa, le tomaba unos minutos encontrar la frase adecuada. Pero a ella nada la acobardaba así que rápidamente se apropió de un latiguillo salvador que hasta incluía una pequeña representación teatral anticipándole a su interlocutor que su respuesta iba a estar un poco demorada. A cualquier pregunta que le hicieran en un idioma que no fuera su nativo español ella invariablemente respondía “Bueit!” (wait) al tiempo que extendía el brazo mostrando en forma vertical la palma de la mano. Luego hurgaba tranquila la respuesta entre sus hojas.

Su vuelo hacia escala en Australia y confieso que tenia pavor que mi madre quedara perdida en el éter aeronáutico. Ella se reía ante esta posibilidad y solo decía “si me pierdo, no me busquen, ja!”. En Sydney, mientras esperaba su conexión, la detuvieron para verificar que no llevara drogas. Ni de casualidad se me había ocurrido esta posibilidad y por ende no estaba en mi minuciosa lista. No se como lo hizo pero presa no fue.

La fui a recibir al aeropuerto de Narita, en Tokyo, y transpire sudor frio hasta tanto no la vi atravesar las puertas de la terminal de arribos. Mi madre, con sus 2 valijas sobre un carrito de aeropuerto salió de lo mas absorta en conversación con una argentina descendiente de japoneses al punto tal que creo no me registro hasta que nos encontramos a medio metro de distancia. “Hola!”, me dijo muy canchera. “Estaba de paso, vi luz y entre”, falto que agregara. Recién ahí pude dar rienda suelta a mis emociones y me arroje a sus brazos mientras que reía y lloraba al mismo tiempo. Los japoneses que nos rodeaban, no acostumbrados a manifestar al aire libre (o dentro de sus casas, que para el caso es lo mismo) sus sentimientos, nos miraban absortos. Algunos nos sacaban fotos.

Pasamos la primer semana en Tokyo hospedadas en un hostel. La habitación era para nosotras solas y dormíamos en una cama marinera, yo arriba y ella abajo. Esos primeros días fueron surreales. Recuerdo que de noche me despertaba y la miraba dormir solo para constatar que no era un sueño, que mi mama realmente estaba conmigo en Japón.

Nunca viví en Tokyo pero es una ciudad que me fascina por lo que la conozco bastante. Así que la lleve a recorrer los lugares mas emblemáticos que, en una ciudad como Tokyo, son inagotables. Caminábamos desde que nos levantábamos hasta el anochecer, salvo por breves escalas para comer. A mi madre todo la fascinaba y se dejaba llevar como una niña. Era tal su afán por comunicarse con los japoneses que les hablaba en español, despacio, haciendo pausas entre silaba y silaba (como si eso hiciera de su español una lengua menos irreconocible a los oídos nipones). “Pero, ma! Por mas que les hables modulando tus palabras, no te van a entender” “No importa, yo si les entiendo y vas a ver que ellos a mi también”. Y no había forma de convencerla de lo contrario. Opte por desistir y “dejarla ser”. Una noche, de regreso de una de nuestras caminatas, llegamos al hostel y, como de costumbre, el japonesito de la administración nos saluda profusamente (reverencia incluida). Yo note un soplo de satisfacción en la cara de mi madre pero no le di mayor trascendencia y llame al ascensor. Mi madre subió en silencio, claramente absorta en sus pensamientos. Casi llegando a nuestro piso me mira fijo y abriendo bien los ojos, levanta su dedo índice aleccionador (con mis hermanos creemos firmemente que fue directora de escuela en otra vida) y me dice: “Viste que bien el chico?” “Que chico ma?” “El de la administración, viste que bien?” “No… no se a que te referís…” “Que nos saludo!” “Ma, siempre nos saluda” “No! Pero esta vez nos saludo en ITALIANO!” “Que???” “No escuchaste? Nos dijo “come va?”” “Que dijo que?” “C-o-m-e v-a. Para mi porque nos vio caras de europeas” “No, madre, nos dijo “konbanwa” que en japonés significa “buenas noches””. Solo en la creativa cabeza de mi madre el italiano y el japonés se fusionan pero era tal su satisfacción porque finalmente había podido comprender lo un japonés le decía, que es el día de hoy en que no me atrevo a convencerla de lo contrario.

Uno de los lugares mas imponentes de la ciudad es el Foro Internacional de Tokyo. Una sala de exposiciones y conciertos y centro de conferencias. Desde el exterior parece un barco alargado construido casi únicamente por cristales y vigas de acero con pronunciadas curvas. Como su nombre lo indica es un “Foro” (“Forum”, en ingles) y en ese momento se estaba llevando a cabo uno. El mismo era publicitado mediante gigantografias que envolvían las gruesas columnas del exterior del edificio. Mi madre que lo leía todo, absolutamente todo lo que encontraba escrito (en letras romanas, por supuesto), se detiene frente a una de las columnas y me pregunta “Que significa Orumfo?” “Orumfo?”, respondo taciturna, “De donde lo sacaste ma?” “De ahí, esos afiches no dicen o-r-u-m-f-o?” “Orumfo? Orumfo? Donde ma?” “Los afiches pegados es las columnas” y con el índice extendido ya sobre uno de los afiches me deletrea “O-r-u-m-f-o” “No, ma! Estas leyendo mal! La palabra es f-o-r-u-m y se repite una y otra vez f-o-r-u-m-f-o-r-u-m-f-o-r-u-m todo alrededor de la columna, ves?”. Y nos tiramos al piso de las carcajadas. Los japoneses comenzaron a sacarnos fotos nuevamente.

Cuando casi por casualidad surgió la posibilidad que mi madre viniera a Japón a visitarme no logre tomar real dimensión de lo que la experiencia iba a ser para mi. Estuvimos “como pan y mantequilla”, como a ella le gusta decir, durante 6 semanas. Su partida fue devastadora y desde aquel momento Japón no fue el mismo. Un año mas tarde yo estaría definitivamente de regreso en Buenos Aires.

sábado, 19 de enero de 2013

El idioma japonés

El Ministerio de Educación de Japón (generoso ente benefactor al cual debo mis 5 años de estadía en ese país) establece que todos aquellos becarios que no dominen el japonés deben pasar sus 6 primeros meses en Japón estudiando el idioma. A priori, una disposición potencialmente provechosa.

No es para mandarme la parte pero, a diferencia de muchos (sorprendentemente muchos) otros becarios, no aterrice en Japón desprovista de todo conocimiento del idioma. No señor. Al postularme a la beca acarreaba mis años de quemarme las pestañas estudiando japonés. Verán, es que para los indoeuropeo parlantes es absolutamente imposible aprender japonés por osmosis. Ya se que ningún idioma se aprende por osmosis per se pero, me imagino yo, que después de pasar unos meses, por ejemplo, debajo de la Torre Eiffel comiendo croissants o tomando te frente al Big Ben uno puede mas o menos llegar a darse a entender en francés o en ingles. Bien, de ninguna manera esto ocurre con el japonés por la simple razón que su fonética y estructura gramatical nos son completamente ajenas a los occidentales.

Inmediatamente luego de llegar a Japón, cuando uno aun no termina de entender si aterrizo en Marte o si todavía esta en el planeta tierra, los becarios son sometidos a un riguroso examen de nivelación a fin de separar las aguas. Al menos en la Universidad de Kyoto, universidad a la que yo asistía, uno podía ser clasificado en (de menor a mayor) nivel A, B, C o D y a su vez dentro de cada uno de estos en principiante, intermedio y avanzado. Un dejo de orgullo corrió por mis venas cuando me informaron que me había ganado un lugar en el nivel D, intermedio. Pero pronto la cruel realidad se encargaría de hacerme pagar semejante petulancia.

El nivel D era el único de los niveles donde los alumnos asistían a un colorido popurrí de clases, a saber: gramática, composición, comprensión de textos, conversación, ideogramas, para nombrar solo algunas.

Recuerdo el primer día del curso. Gramática por la mañana y conversación por la tarde. Y eso es todo lo que puedo decir de ese día. Literalmente no tengo ni la mas remota idea de cuales fueron los temas tratados en esas clases. Podrían haber estado hablando de la floración de sakura o revelando secretos de estado que para mi era absolutamente lo mismo. Es mas, no se que era peor. Si los profesores hablando a velocidades que no puedo reproducir ni siquiera en castellano o mis compañeros (la amplia mayoría asiáticos) haciendo acotaciones y asintiendo con la cabeza a lo que los profesores decían. La situación era realmente desesperante. Salí de esa primer clase totalmente abatida. Me quería cortar las venas con un sushi. No habré estado estudiando mongol todo este tiempo?, me cuestione.

A riego de ser deportada del país por desacato, expuse mi situación a las autoridades de la universidad implorando el cambio de nivel. La respuesta que obtuve fue “Su nivel ha sido determinado por los resultados de su examen” “Si, pero el punto es que capto el 10% de lo que se habla en las clases y el nivel de mis compañeros es claramente superior al mío”. Luego de un breve debate entre ellos me respondieron “Pues entonces deberá esforzarse mas, Paula-san”. Gente paternal los japoneses, pensé.

Mas tarde, japoneses mas piadosos me explicaron que toma un tiempo acostumbrarse a la fonética, entonación, ritmo y gesticulación del lenguaje pero que pronto todo eso decantaría por si solo. Asimismo me advirtieron que jamás debía compararme con otros chicos asiáticos ya que para ellos el aprendizaje del japonés es mucho menos traumático. Japón comparte con China los mismos ideogramas, lo que hace que puedan comprender un texto aunque no puedan leerlo, mientras que el japonés y el coreano pertenecen a la misma familia lingüística, por lo que su fonética y estructura gramatical es muy similar. Estos argumentos si bien mitigaban parcialmente mi abatimiento, en ningún momento reprimieron mi profundo deseo de decapitar a cualquier chino o coreano que respondiera correctamente en las clases.

Lejos, era la peor del curso pero digamos que de lunes a jueves mas o menos la piloteaba.  La hecatombe devenía los viernes con la clase de composición. La profesora era una inflexible japonesa de no mas de 1 metro y medio de altura que tenia el poder de socavar profusa e impunemente cualquier vestigio de dignidad que hubiera acumulado en la semana. Yo era la primera en llegar a sus clases con el único fin de procurarme el asiento mas alejado del pizarrón esperando así pasar desapercibida a los ojos de la nefasta sensei. La estrategia nunca me funciono. La mujer tenia el “Paula-san” implantado en el cerebro e invariablemente era el primer nombre que articulaba ya sea para llamar a contestar alguna pregunta o hacer leer un texto en voz alta. Odiaba profusamente sus clases.

Con el correr del tiempo, el japonés dejo de ser un ruido carente de significado y las palabras comenzaron a transformarse en conceptos reconocibles. Incluso adquirí gestos y posturas japonesas al interactuar con otros como ser la leve inclinación del tronco hacia delante al saludar o el entregarle algo a alguien con ambas manos. En Japón me hice muy amiga de otro becario mexicano que me hacia reír mucho y cuando me sorprendía gesticulando de este modo me decía “Me lleva la chingada Paulita! Que te me estas pareciendo mas y mas a esta gente! Sabes que lo tuyo es un camino sin retorno, no?”. Y en parte lo fue.

lunes, 14 de enero de 2013

Hoppanman

Durante mi primer año en Japón, a los pocos meses de estar saliendo con Joon, mi ex coreano, su mejor amigo de toda la vida vino directo y sin escalas a visitarlo. Lo que en un principio iba a ser solo un par de meses se fue extendiendo en el tiempo y termino por convertirse en un par de años.

Estoy segura que en algún momento me habrán dicho como se llamaba este chico pero mi incapacidad innata para retener nombres hizo que rápidamente le tuviera que buscar un apodo. Así fue que lo bautice Hoppanman. Hoppanman es el nombre coreano de Anpanman, el personaje principal de una de las series de anime japonés mas populares en todo Japón. Su nombre viene del hecho de que él es un hombre (man) con una cabeza hecha de pan (pan, en japonés – si, se dice igual) relleno de pasta de poroto rojo (en japonés, an). Anpanman no necesita comer ni beber para mantenerse a sí mismo ya que se cree que el relleno de su cabeza le da sustento (solo los japoneses pueden crear un personaje tan bizarro). Es un superhéroe que lucha por la verdad y la justicia y arranca pedazos de su cabeza para darle de comer a los pobres lo cual es un tanto perturbador por no decir completamente repugnante. Cuestión que este chico se parecía mucho a este personaje y el apodo le quedo.

La relación con Hoppanman estuvo mal parida desde el principio. Partamos de la base que nunca nos pudimos comunicar mas que por señas. El flaco no hablaba ni ingles ni japonés y como yo no hablo coreano ahí se extinguían todas mis posibilidades comunicativas con el. Esta incapacidad de comunicación era bastante frustrante para ambos aunque, a decir verdad, a ninguno de los dos nos quitaba el sueño. El malestar era mutuo, una cuestión de piel, diría yo. Al el no le agradaba yo y viceversa. No puedo decir que el flaco me tratara mal sino mas bien que no hacia ningún esfuerzo por congeniar conmigo. Para abreviar, me ignoraba por completo.

Joon y yo teníamos en Japón un auto el cual habíamos comprado a medias. Una camionetita Suzuki azul de dos puertas. Como por ese entonces Hoppanman se había instalado con Joon en la habitación de la residencia universitaria en la que vivíamos, fuéramos donde fuéramos Hoppanman venia con nosotros. Yo, para no ser descortés, lo dejaba ir adelante con su amigo y me sentaba en el asiento de atrás. Joon manejaba y Hoppanman y yo nos sentábamos del lado del acompañante. Esto hacia que para subir al auto el me tuviera que dejar pasar primero para que me sentara atrás y luego para bajar debía al menos esperar a que bajara del auto para cerrar la puerta. Bien, en mas de una oportunidad (mas de una), cuando llegábamos a destino, bajaba del auto abstraído en su conversación con Joon y sin siquiera esperar a que me sacara el cinturón de seguridad, daba un portazo a la pobre Suzuki dejándome encerrada adentro.

Otra de las cualidades que hacían de Hoppanman un ser entrañable era que, como todo asiático, fumaba que daba calambre. Puedo tolerar el olor del cigarrillo en la ropa de un fumador pero si hay algo que me saca completamente de quicio es que se me impregne el olor al cigarrillo en mi ropa o, peor aun, en mi pelo. Por esta razón, amablemente le había pedido a Hoppanman que tuviera la deferencia de abstenerse de fumar en nuestro auto, especialmente durante la época invernal cuando las ventanas permanecen carradas. Jamás hizo acuse de recibo de mi petición lo cual hacia de nuestra pobre Suzuki un habitáculo irrespirable y un cementerio de paquetes vacíos y colillas de cigarrillo.

Estos comportamientos de Hoppanman me enfurecían terriblemente y si de verdad hubiera sido el dibujito de anime japonés, le habría arrancado un pedazo de cabeza con mucho gusto para darle de comer a los mas infortunados.

Hoppanman convivio entre nosotros 2 o 3 años (una eternidad). No llore cuando se fue y estuve tentada de regalarle un vaso con leche de recuerdo por su estadía en Japón.

sábado, 12 de enero de 2013

Demografía japonesa

Los demógrafos (gente que la tiene muy clara en cuestiones demográficas) clasifican a la pirámide poblacional de Japón como “regresiva”, esto es, hay mas viejos que jóvenes. Y como si fuera poco sentencian “se espera que para el 2030, la población japonesa de más de 65 años de edad represente un 25.6% del total de habitantes”, lo que no es un dato menor. A mi, Primer Ministro de Japón, me sacaría en sueño. No hay que ser catedrático de Harvard para entender las razones que subyacen a esta realidad: los japoneses viven mas que Matusalén y no dan intervención a sus parejas en la satisfacción de sus instintos carnales (lo que ha engendrado una lucrativa industria pornográfica, pero este es un tema para otra entrada).

Dicen los que saben, que la razón que subyace a la longevidad del pueblo nipón es su sana alimentación. Y si de alimentos sanos se trata, los japoneses no se cansan de exaltar las bondades del natto, que consiste en poroto de soja fermentado. Lo consumen principalmente en el desayuno pero lo he visto también como acompañamiento en los almuerzos. Si la descripción del natto suena de por si repugnante, el sabor y el olor son infinitamente mas inmundos. Aún así no hay japonés que se resista a la tentación de instar a que un extranjero saboree este milagro culinario.

Recuerdo mi primer viaje a Japón (me fui sola de mochilera a recorrer el país durante un mes). Una encantadora familia amiga me invito una noche a quedarme a dormir en su casa. Me llenaron de atenciones y regalos a tal punto que me sentí como si fuese la reencarnación misma de Buda. A la mañana siguiente estaba lista para firmar el acta de adopción. Hasta que me enfrente a la mesa del desayuno. Y ahí lo vi. El legendario natto del que hasta ese momento solo había leído en libros de viajeros, me estaba mirando con desafiantes ojos color fermento. “Es muy muy bueno para la salud, Paula-san”, me decían y hacían ademanes para animarme a comer. Paralizada, los contemplaba enroscar los hilos de fermento en sus palitos y llevárselos a la boca. La repugnante escena y el penetrante olor nauseabundo del natto me despojaron de cualquier deseo de ingerir alimento alguno. “Gracias, solo café para mi, por favor”, amablemente conteste.

Durante todo el viaje tuve la cámara adosada al cuerpo y, como poseída por el espíritu de Nikon, le sacaba fotos a prácticamente cualquier cosa. Hasta que me percate de algo: “donde están las embarazadas y los niños pequeños en este país?”. Y fue entonces que decidí comenzar a documentar estos furtivos encuentros. De las 3000 fotos que traje de Japón, debo tener algo así como 2 de mujeres encinta y de una de ellas aun hoy estoy en duda (creo que a la pobre solo no la favoreció el ángulo). Y algo similar ocurría con las criaturas. Si bien era considerablemente mas habitual toparse con un japonesito por la calle no abundaban y muy rara vez se los veía en grupo. Temiendo el encarcelamiento por sospecha de depravación, contuve mi fascinación por los niños japoneses y solo les tome algunas fotos. Al día de hoy aun no puedo identificar cual es mi favorita.

No se muy bien a que se debe mi debilidad por los niños asiáticos. Sera que me rememoran mi propia infancia cuando mi madre me apodaba “chinita” por mis ojos rasgados. De grande fui perdiendo mi encanto asiático (entre otros) y si no fuera por mis desproporcionados segundos dedos del pie, antiestético estigma heredado de mi padre, hace rato que habría pedido explicaciones al tintorero del barrio.

martes, 8 de enero de 2013

Problemas geográficos

Tengo un serio, serio problema con la geografia urbana. Ciertos puntos de la ciudad son verdaderos Triángulos de las Bermudas que tienen el poder de hacer que pierda completa y vergonzosamente el sentido de la orientación. Ocurre principalmente cuando el habitual trazado cuadricular de las calles es alterado, por ejemplo, por arbitrarias diagonales las cuales, estoy convencida, fueron diseñadas de esa manera con el único propósito de dificultarme de sobremanera la llegada a destino.

Recién llegada de Japón justificaba mi desorientación con el desgaste natural que 5 años de vivir fuera del país habían hecho en mi memoria poco prodigiosa. Pero a 2 años de estar de vuelta en la ciudad que me vio nacer y crecer debo reconocer que lo mío es un verdadero problema y paso a ejemplificar.

Hoy debía pasar por el departamento de mi hermana a regar las plantas en su ausencia. Ningún problema. Siendo que literalmente vivimos a 5 cuadras de distancia me quedaba de camino a casa. Llego con el subte a la estación Los Incas y casi automáticamente empiezo a caminar. No tenia dudas de hacia donde me dirigía puesto que  muchas veces había hecho el recorrido. Me advierten de mi llegada a destino la obvia intersección de las calles pero mas que eso el inconfundible epígrafe en una de las paredes de la esquina de la casa de mi hermana donde un novio despechado o ferviente admirador hace alusión a las practicas amatorias de una tal “Celeste”. Llegar llego sin inconvenientes. Puedo llegar a vacilar unos minutos o incluso desviarme un par de cuadras a la hora de retomar el camino a casa pero finalmente logro encaminarme. El verdadero problema se presenta cuando, como hoy, cambio el recorrido y decido pasar, por ejemplo, por el chino que queda a mitad de camino entre lo de mi hermana y yo. Ahí ya pierdo todo sentido de la orientación y no hay punto de referencia que me sirva como guía. Y todo por la maldita Av. Álvarez Thomas que justo a esa altura corta diagonalmente el barrio del Villa Urquiza. Camine unas cuantas cuadras de mas hasta que finalmente llegue a lo del chino. Estaba cerrado. Lo maldecí en mandarín.

Ahora bien, si me cuesta orientarme en mi ciudad natal, una ciudad donde todas sus calles tienen nombre y altura, complicados por no decir terriblemente arduos fueros mis primeros tiempos en Japón donde las calles carecen por completo de nombre y numeración. Verán, ocurre que en Japón las calles son simplemente el espacio vacío entre manzanas, no tienen identidad alguna. No es que los japoneses vivan en un limbo postal sino que utilizan un sistema diferente para estructurar sus ciudades. En Japón las direcciones están compuestas de 3 números: el primero indica el distrito, el segundo la manzana, y el tercero el edificio o casa dentro de la manzana. Como si esto no fuera un infierno en si mismo, las calles alejadas centro parecen haber estado diseñadas por algún japonés que albergaba un manifiesto resentimiento hacia sus compatriotas. Zigzaguean caprichosamente, se cortan en lugares insospechados, salvo las avenidas carecen de veredas y, en su gran mayoría, son de doble circulación pero demasiado estrechas como para posibilitar el trafico en ambos sentidos. Las caprichosas formas de las calles niponas son un reto en si mismas y, doy fe, desconciertan hasta a los japoneses mas experimentados.

Pregúntenle a un japonés cómo llegar a un lugar y las indicaciones que recibirán se limitaran a informarles los minutos que se tarda a pie desde algún punto de referencia como ser un centro comercial, un edificio emblemático o la estación de tren mas cercana.

Recuerdo mi primer experiencia en intentar ubicarme en Japón. Fue al segundo o tercer día de haber llegado, cuando tu organismo todavía no termino de procesar las 36 horas de vuelo y las 12 horas de diferencia que hay con Argentina.

Entre los innumerables tramites que hay que realizar como estudiante internacional al ingresar a Japón esta el concurrir a la municipalidad mas cercana para solicitar algo así como el DNI para extranjeros. Los japoneses no dejan nada librado al azar y todo esta meticulosamente detallado. Así fue como de la oficina de estudiantes internacionales de la universidad recibimos prolijas instrucciones de cómo, cuando y donde hacer el tramite. Para mi desconcierto y pánico no había en la hoja ninguna otra indicación de cómo llegar mas que la estación de tren mas cercana, los minutos a pie que se tardaba en llegar y 3 grupos de números que en ese momento visionariamente juzgue de totalmente inservibles ya que nunca lograron cobrar ningún sentido a lo largo de toda mi estadía en Japón. No tengo ni la menor idea de cómo llegar, pensé, mientras con horror me percataba que tenia hasta ese mismo viernes a las 3 de la tarde para realizar el condenado tramite. Un grupo de estudiantes rusos a los que les informaron de la necesidad de realizar esta gestión en el mismo momento que a mi, me invitaron a ir con ellos el lunes siguiente. Era viernes y, me explicaron, ellos empiezan a tomar vodka en el desayuno con lo cual no podían garantizar su postura vertical pasado el mediodía. Ante el temor de ser expulsada del país por el mismísimo emperador si dejaba el tramite para la semana entrante, en mi mejor ruso decline amablemente su ofrecimiento, junte coraje y me fui sola.

A la estación de destino llegue relativamente sin problemas y con tiempo mas que necesario antes que la municipalidad cierre (1 hora). Las instrucciones decían “caminar 20 minutos hacia el norte”. Creo que ni con una brújula encuentro un punto cardinal pero me rehusaba estoicamente a solicitar ayuda primero porque no había mucha gente deambulando y segundo porque me daba mucha vergüenza mi japonés prehistórico. Camine en vano como por 20 minutos buscando alguna indicación, algún cartel, ALGO que me diera un indicio de hacia donde podía estar la bendita municipalidad. Pero nada.

Después de dar muchas vueltas, cansada y un tanto alarmada por el tiempo transcurrido, decidí pedir ayuda a la primera persona que apareciera. Mi primer intento fue con una japonesa que venia de hacer las compras a juzgar por la cantidad de bolsas de supermercado que acarreaba. “Perdón señora…”, la encare tímidamente, pero debería de tener problemas de audición porque me paso como poste, para hablar mal y pronto. Tengo que hablar mas fuerte, reflexioné. En eso veo un japonés de traje que caminaba apurado para llegar a algún lado. Que suerte, va a la municipalidad como yo, pensé. “Perdón señor…” solo atine a decir y el hombre me saco como una cuadra de distancia sin siquiera darse vuelta para verme. Blasfemando contra mi primitivo japonés veo que se acerca una chica con una nenita de la mano. “Perd…” y eso fue todo lo que logre balbucear. Al ver que me acercaba la chica había alzado a la nenita en brazos, había cruzado la calle y ahora se alejaba casi al trote por la vereda contraria. Tiempo después fui informada que en las afueras de las ciudades que no son muy cosmopolitas (como Kyoto, por ejemplo, donde yo residía) los vecinos no están acostumbrados a toparse con extranjeros y, ante el temor que les hablen en ingles y no poder contestar, prefieren escabullirse sin saber que lo hacen sentir a uno para el mismísimo ojete.

Me dejé caer en un banco. Mire la hora. Tenia 20 minutos para llegar a la municipalidad y así evitar mi deportación definitiva. Con la mirada fija en la hoja con las instrucciones empecé a sentir como se me cerraba la garganta, se me aceleraba el corazón y se me acumulaban los fluidos en la comisura de los ojos. Oficialmente estaba entrando en pánico. Cuando estaba a punto de romper en llanto escucho algo en un japonés totalmente inteligible. Levanto la vista y veo una viejita de como 150 años parada al lado mío con la mano extendida. Me estaba ofreciendo un pañuelo. Le hago señas de que no, gracias, y antes que pudiera decir nada la viejita se sienta al lado mío y me señala la hoja con las instrucciones. Me vuelve a decir algo y maldecí no haberle dedicado mas horas al estudio de esta lengua.

En eso la viejita se para y me hace señas que la siga. No tenia mucho mas que perder así que la seguí. Mientras caminábamos la viejita me seguía hablando. Yo solo atinaba a afirmar con la cabeza lo que decía. Podría haber estado haciéndome las propuestas mas indecentes que a todo yo le respondía con un involuntario “si”. Ya no me importaba nada. Total, en un par de días mas me expulsarían de Japón junto a mis amigos rusos. Cuando empezaba a amigarme con la idea de estar desayunando con vodka en alguna plaza de Moscú, la viejita se detiene. Me vuelve a decir algo y apunta con su dedo índice hacia un edificio. La municipalidad! Esta santa mujer me había llevado hasta la municipalidad! No tenia palabras (literalmente) para agradecerle. La hubiera abrazado si no habría sido porque sabia que los japoneses son un tanto reacios al contacto físico (les desagrada de sobremanera).

Me despedí de la viejita con una reverencia de 180 grados y entre corriendo a la municipalidad. Llegue 5 minutos antes que cerrara y pude hacer mi tramite.

Desde ese momento comprendí que en Japón no se podía salir a la calle sin un mapa. Esa misma tarde me tatué uno en la mano. Nunca supe de la fortuna que corrieron mis amigos soviéticos. En lo que respecta a mi, nunca mas me perdí.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Navidad 2012

El barrio de Villa Urquiza fue uno de los tantos elegidos barrios porteños que tuvieron el privilegio de pasar una Navidad “diferente”, para expresarlo de una manera poética y enigmática (no me gusta el autobombo pero nótese por favor como a tan solo 2 clases de asistir a un taller de escritura narrativa ya hago uso de recursos literarios dignos de un escritor avezado). Miles de vecinos en la ciudad esperaron a Papa Noel a la luz de las velas no porque hayan sido victimas de una sobredosis masiva de romanticismo navideño sino porque lisa y llanamente se quedaron a oscuras. Al menos en mi barrio la luz se corto el 24 por la tarde y regreso a la madrugada del 25 para cuando el hombre gordo y sus renos ya estaban de vuelta en el Polo Norte.

Como si la situación de la falta del suministro eléctrico no fuera anárquica por si sola desde las tempranas horas del día los medios de comunicación, con un evidente dejo de macabro deleite, repetían hasta el hartazgo que la sensación térmica en la ciudad de Buenos Aires era cercana a los 50 grados.

No me amedrentan los números de un termómetro y mucho menos el escandalo mediático. Sumado esto a que soy una persona que odia profundamente el invierno y que debe usar camiseta, guantes y doble par de medias 8 meses al año, no dude en abrir de par en par los ventanales de mi departamento al levantarme para dejar que el espíritu navideño inundara mi hogar. Efectivamente algo entro por la ventana. Una sofocante bocanada de un aire denso y pegajoso que hizo que inmediatamente la sangre me entrara en ebullición. Si este es el espíritu de la Navidad, pensé, encabezo la junta de firmas para declarar a Papa Noel persona no grata. Así fue que con el mismo movimiento con que la abrí, cerré abruptamente la hoja de vidrio y por las dudas la asegure con la traba no sea cosa que se volviera a abrir.

Debido a que el 24 es el cumpleaños de mi madre, la tradición de mi familia es pasar la Navidad en la casa de mis padres. Por lo general con mis hermanos vamos temprano a pasar el día con ella mientras colaboramos en el armando del menú de Nochebuena. Creo que ante el riesgo de tener que internar a sus 3 hijos con un cuadro deshidratación severa en las vísperas de Navidad, este año nuestro padre se ofreció a pasarnos a buscar en auto por nuestras respectivas casas cuando bajara un poco el sol y así obviarnos el penoso viaje en colectivo.

Ya que me había levantado temprano y me iba a quedar en casa hasta el atardecer, me propuse entonces hacer del ultimo Feriado Puente Turístico del año un día productivo. Mis planes consistían en ocuparme de esas tareas que uno perezosamente posterga a lo largo del año como ser el limpiar la libreta de contactos, ordenar los mp3 del iPod y escribir a aquellos amigos lejanos en los cuales siempre se piensa pero nunca se tiene tiempo de dedicarles 2 líneas.

Mi departamento no era el infierno de la calle – haría 3 grados menos – pero de todos modos decidí refrescarme antes de sentarme delante de la computadora. Al salir del baño, en un inusual ataque de conciencia social ecológica, me apiade de mis plantas y me dije – si yo tengo calor, ellas también deben tenerlo – con lo que comencé a darles agua. Era tal el estado de agotamiento que sentí al terminar de regar la ultima (tengo 3) que aun con la pava que hace las veces de regadera en la mano, me desplome, inerte, en el sillón. Y así, hechando por la borda cualquier intencionalidad productiva previa, casi en estado vegetativo permanecí hasta que mi piadoso padre me paso a buscar.

A pesar de vivir a menos de 30 cuadras de distancia, en la casa de mis padres no se había cortado la luz y ya bajo los gélidos efectos de un aire acondicionado los seres humanos recobramos los sentidos y parecemos renacer. Cenamos, charlamos, nos reímos, a las 12 brindamos e intercambiamos regalos. Al terminar la noche me tuve que poner un saquito pero no me importo. Mucho mas frio sentía en Japón cuando pasaba mis Navidades sola a 18.000 km de distancia. Con o sin luz, con o sin aire acondicionado, esta Navidad fui nuevamente feliz. La pase con las 4 personas que mas amo en el mundo: mi familia.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Migraciones


Vivo en Capital Federal, en el barrio de Villa Urquiza, y por esas jocosas chanzas del destino mi actividad laboral se desarrollo en Burzaco, al sur del Gran Buenos Aires. Esto hace que tenga que recorrer 80km a diario para ir y venir del trabajo. Entiendo que para el ojo inhabituado a las dimensiones y distancias en nuestra ciudad 80km no es mas que un inexpresivo numero. Por eso expresémoslo de otro modo. Consumo 5 horas de mi día para trasladarme de mi casa a la oficina y viceversa. Ahora la cosa toma otro color, verdad? 5 horas diarias no es moco de pavo. Es 1 día de mi vida por semana que pierdo solo viajando. Dios! Nunca me había percatado de semejante atrocidad! Muy poco oportuno el momento para hacerlo, por cierto, puesto que no es una conclusión muy motivadora que digamos a la cual despertar un domingo por la tarde en los preludios de una nueva jornada laboral.

En fin. Este tema de la distancia es sin lugar a dudas una realidad soberanamente desmotivante de mi actual trabajo. Debo utilizar 2 y en ocasiones 3 distintos medios de transporte (colectivo, subte y combi) para llegar a destino. Familiares y amigos con las mejores intensiones (Dios los bendiga a todos ellos) me han tratado aconsejar respecto a como poder pasar mejor/aprovechar ese tiempo “muerto”: “Podes leer, escuchar música, escribir, o simplemente disfrutar del paisaje”. Sugerencias validas todas ellas, sin lugar a dudas. De hecho me cruzo a diario con mucha gente en los medios públicos de transporte compenetrada en estas actividades. Y todos sin excepción son merecedores de mi mas sincera admiración y profundo respeto.

Ocurre que para mi estas aparentes simples y relajantes actividades constituyen todo un reto. Verán, por mas que lo intente mi nivel de concentración sobre un texto en un medio publico de transporte no puedo mantenerlo por mas de 4 o 5 renglones. Suele interrumpir abruptamente mi lectura, por ejemplo, la irrupción de un profundo sentimiento de resentimiento por mis compañeros de viaje que, habiendo subido al colectivo repleto en la misma parada que yo, logran sentarse antes de llegar a primer semáforo. Es conocida la efectividad de la música para aquellas personas que desean alejarse de las preocupaciones diarias y relajar su cuerpo y mente. No soy ajena a estos beneficios de la musicoterapia pero, no me pregunten por que, la música produce en mi curiosos efectos secundarios como ser una incontenible necesidad de experimentar la libertad. Por esa razón, ante el temor de terminar correteando patos en el lago del Planetario, evito escuchar música antes o después de ir a trabajar. En lo que atañe a la escritura, puedo llegar a esbozar en el iPhone algunas ideas que tenga rondando en la cabeza pero esta actividad dura apenas unos pocos minutos ya que generalmente mi ingenio no es muy prolifero en las mañanas y mucho menos luego de una intensa jornada laboral. Respecto al disfrute del paisaje, bueno, digamos que vistas del centro porteño, las autopistas de la ciudad o el Camino de Cintura no son postales que tendría colgadas en la puerta de mi heladera. Por ende que es lo que hago durante mis migraciones diarias? Me entrego sin reparos ni remordimientos a los brazos de Morfeo, uno de mis dioses griegos favoritos sobre todo en las tempranas horas del día.

Ahora bien, alguna que otra vez me ha pasado de observar entre sueños, no sin odio hacia Morfeo y toda la mitología griega, como las puertas del subte se cerraban en la estación en la que se suponía debería haberme bajado. Esto implicaba tener que componerme rápida pero elegantemente para salir de mi estado de sopor sin llamar demasiado la atención y emprender una demencial carrera contra el tiempo a fin de no perder la conexión a la única combi que me deja en horario y a una distancia prudencial del trabajo (no todas hacen el mismo recorrido). Por supuesto que si pierdo la combi que tomo habitualmente otras vendrán detrás pero ocurre que la empresa de mini turismo en cuestión no es muy sensible a las necesidades de su publico cautivo y por ende la frecuencia de sus vehículos no es un tema que les quite el sueño.

En mis ya casi 2 años de estar haciendo este trayecto algunos secretos he descubierto respecto al transporte dentro y fuera de la ciudad. Como, por ejemplo, que por mas infructuoso que parezca hay mas posibilidades de llegar a sentarse en el colectivo manteniéndose firme junto a un asiento ocupado que andar cambiando aleatoriamente de lugar (lección que aprendí de la manera mas cruel); o que por mas que se este en la estación terminal si uno no se para justo delante de donde abrirá la puerta del subte las chances de viajar sentado disminuyen considerablemente; o que el mejor lugar para sentarse en la combi es en el 3er asiento de la fila de 1, lo suficientemente lejos de las molestas conversaciones entre el chofer y los pasajeros deseosos de conversación y justo entre las ruedas delantera y trasera, donde la estabilidad del vehículo es mayor. Toda esta es información adquirida de primera mano y por mas ingenua que suene no hay día que no la ponga en practica. Y bienvenida sea si logra hacer de mis modestas migraciones diarias experiencias un poco mas gratificantes.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Disparadores

Todo tiene un disparador. Siempre hay una causa detrás de todo efecto. En mi caso lo fue (es) la desabrida tristeza que me invade ocasionalmente tras la unilateral decisión de romper mi relación con mi ex. No es que lo extrañe, no es que me haga falta (que te pasa entonces querida?), pero es como que tras el haber roto con el hubiera abierto una maquiavélica mezcla de Caja de Pandora y Arcón de los recuerdos, malos en su amplia mayoría – no es que sea una manifiesta depresiva sino que esta demostrado que el ser humano tiende a recordar mas fácilmente aquellos momentos que le fueron emocionalmente mas duros por sobre aquellos en los que fue feliz (extracto de la revista científica “Acabo de romper con mi novio y me siento para el ojete”). Y es así como últimamente no puedo evitar reflexionar sobre tristes verdades inexorables como ser que en poco menos de 3 años cumplo 40 (y me acabo de quedar 15 minutos mirando el cursor tintinear detrás del condenado numero), que no tengo pareja, que tengo un par de obsesiones mayúsculas (y quien dice un par dice 3 o 4), que me prepare mucho toda la vida pero que no me siento realizada profesionalmente, que vivo en un monoambiente alquilado, que mi vida social es precaria (por no decir abiertamente pobre). Hay veces en que puedo ser una fría observadora de estas álgidas realidades (las observo, levanto los hombros y sigo caminando) y hay veces – particularmente los domingos por la tarde – en que sucumbo ante su peso, no puedo conmigo misma y literalmente me doblegan hasta que lentamente empieza a hacer efecto la cafeína del lunes a la mañana en la oficina.

Hace un par de domingos atrás mi aun fisiológicamente activo instinto de supervivencia hizo que llamara a una de mis poquísimas pero magnificas amigas en busca de una mano que me rescatara de mi catatónico estado. Me arrastre hasta su casa y nos sentamos a tomar un café. Mientras una de estas tormentas de verano mojaba el jardín le conté de mi triste padecimiento. Mi amiga me escucho, se compadeció de mi sufrir y me dijo “Pero déjate de joder nena!” (necesitaba que me sopapearan) “Lo que decís es verdad. Es una cagada estar solo, todos nos vamos poniendo grandes, mañosos y son tocados con una varita mágica los que están conformes con su laburo y pueden vivir de lo que realmente los apasiona. Pero sabes que? La vida va a continuar igual aceptemos todo esto o no, entonces tratemos de pasarla lo mejor que podamos. Agita Paulita! No te quedes. Que te gusta hacer? Que te llena el espíritu? Que te hace cagar de risa? Buscalo y tirate de cabeza”.

Esa misma noche al llegar a casa me senté en la cama con la compu sobre mis piernas y cual quinceañera antes de su gran fiesta, empecé a hacer una lista de aquellas cosas en las que me gustaría incursionar y que hasta ahora no lo había hecho. La lista no era muy extensa (soy humilde de imaginación) pero me sorprendió a mi misma cuando termine de tipear la ultima palabra: escribir. Para ese entonces ya había empezado este blog, mas como recurso terapéutico de descarga que otra cosa. Pero hasta ese momento nunca se me había ocurrido ir un poco mas allá en esto de la escritura.

Escribir me hace bien. Es como que al poner las cosas por escrito las saco de adentro mío, se hacen palpables, están ahí y entonces las puedo enfrentar y analizar mejor. Me gusta mucho escribir con sarcasmo y encontrarle el lado humorístico a lo que me pasa. No se si seré muy idiota. Solo se que me hace sentir menos desdichada.

Tal es mi entusiasmo por desarrollar esta veta artística inexplorada en mi vida que a falta de 1, me inscribí en 2 talleres literarios de verano. En uno de ellos me pidieron un mail de contacto y di mi casilla recientemente creada: nuevapaula@gmail.com. El chico que inscribía la leyó en voz alta y me dijo “Nueva Paula, todo un renacimiento” “No se si renacimiento pero una nueva etapa en mi vida seguro que es”, le conteste.

lunes, 10 de diciembre de 2012

El fin de semana


Mi fin de semana empieza el viernes. Los viernes no necesito la alarma para despertarme y me levanto con un animo totalmente fresco y renovado. Los viernes me tienen sin cuidado las inclemencias climáticas, si el colectivero amigo siguió de largo a pesar de estar con el bondi semivacío, si los metrodelegados no acatan la conciliación obligatoria y deciden no levantar el paro del subte, si tengo que quedarme después de hora en la oficina. El fin del mundo podría ocurrir un viernes y aun así seria para mi el mejor día de la semana. Lejos. Es que los viernes no puedo evitar sentirme progresivamente mejor conforme van pasando las horas y esto ocurre independientemente de los sucesos del día. Y no hay ningún otro día de la semana en que pueda experimentar lo mismo.

Y por que me pasa esto? Bueno, la respuesta es mas que obvia. Los viernes esta todo por hacer. Si uno tiene la suerte de trabajar solo de lunes a viernes, los viernes son la antesala de unas esperadas mini-vacaciones. Como tal, no hay restricciones horarias para acostarse los viernes y uno no tiene uno sino dos días para reponerse de una trasnochada. Lejos esta de ser considerada asidua mi concurrencia a eventos sociales nocturnos los días viernes (o cualquier otro día de la semana que para el caso es lo mismo), con lo cual bien se me podría objetar la razón de mi preferencia por este día pero la verdad es que es mas fuerte que yo. Los viernes son mi día favorito desde que era chica y así seguirán siendo hasta el día en que gane el Loto, me convierta en una multimillonaria viviendo en Marsella tipo Mariana Nannis y ya no tenga ningún tipo de relevancia que día marque el calendario pues mi vida seria una fiesta perpetua. Lo único que pido es conservar medianamente mi (poca) capacidad de raciocinio aunque, pensándolo bien, tampoco seria muy trascendental que digamos ya que, en caso de perderla, contrataría a alguien que pensara por mi y problema solucionado.

Por otro lado, los sábados son memorables. No importa con quien salga o a donde vaya, siempre puedo recordar que hice un sábado. Los sábados son como el relleno de una galletita doble, son puro fin de semana, de principio a fin. Te levantas siendo fin de semana (debo admitir que los sábados a la mañana compiten en simpatía con los viernes), transcurren como fin de semana y terminan con la promesa de mas fin de semana por venir. Los sábados son EL fin de semana por excelencia. A no ser que algo extraordinario ocurra un domingo a la pregunta “Paula, que hiciste el fin de semana” invariablemente respondo con mi actividad del día sábado.

Por lo expuesto, uno podría deducir sin esfuerzos primero, que tengo serias cuestiones con la temporalidad, y segundo que el domingo es para mi el peor día de la semana. Lo primero no me atrevo a discutirlo pero lo segundo no es tan así.  El domingo no es el día que mas me desagrade (gracias a Dios hay muchos lunes que son feriado) pero digamos que no es mi día favorito. Nunca lo fue. Arranca bien. Mañana pausada, almuerzo tardío, sobremesa larga, resultando casi inofensivo hasta que comienza a caer el sol. Pasadas las 5 o 6 de la tarde en invierno o las 7 u 8 de la noche en verano, el domingo se transforma en una angustiante cuenta regresiva que tiene el poder de transportarme en directo y sin escalas al implacable lunes por la mañana. Con los lunes llegan las obligaciones, los horarios, el estrés, la rutina, el llamado síndrome postvacacional. Pero ojo. No odio mi actividad semanal y reconozco que seria mil veces peor si tuviera que quedarme en mi casa mientras el resto del mundo se pone en marcha. Es solo que disfruto tanto de la libertad del fin de semana que arrancar los lunes me cuesta un poco por no decir bastante. Pero luego, una vez que llego a la oficina, prendo la computadora, bajo los mails y entro nuevamente en movimiento, mi realidad toma otro color y a veces hasta me hace sonreír cuando logro sentir que por mas pequeña que sea estoy haciendo mi contribución a la comunidad. Además a todo esto ya transcurrió media mañana, voy por mi segundo café y la promesa de un nuevo viernes esta a menos de 4 días de materializarse.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

La Fiesta de Fin de Año


El sábado pasado fue el primer sábado de Diciembre y, como todos los años, la empresa donde trabajo celebro la Fiesta de Fin de Año. Para ser completamente honesta debo confesar que tenia menos ganas de ir que al dentista. Mi única y sobrada experiencia había sido la del año anterior y si bien no había sido una experiencia completamente detestable tampoco me dejo sacando cuentas de cuando seria la próxima.

El primer elemento desmotivador que tiene es la ubicación del bonito centro de convenciones donde se celebra: Camino de Cintura, zona Sur. Si bien se encuentra a 10 minutos en auto de la fabrica, lo cual es extremadamente conveniente para la gran mayoría de los casi 350 empleados que viven en las zonas aledañas, es sumamente incomodo para mi que vivo del otro lado de la Gral. Paz y que no cuento con movilidad propia. Con esto quiero decir que dependo de alguien que me lleve y que me traiga ya que no hay ningún medio de transporte medianamente decente que me alcance hasta el lugar.

Tampoco me entusiasma mucho el menú (aunque debo reconocer que es difícil encontrar un menú que me entusiasme). Se trata de asado por lo que, siendo vegetariana, no hay mucho mas que agregar. Para el deleite de los concurrentes la cartilla de bebidas es bastante amplia – hay una barra libre – pero como no consumo alcohol, este detalle me es completamente indiferente. Además año tras año cometen el mismo error capital que es que en lugar de Coca Cola Zero, sirven la intomable Coca Cola Light (no, no es lo mismo) lo cual es simplemente imperdonable.

Luego esta el baile. No soy un trompo en la pista pero si hay que hacer el aguante lo hago (por la empresa, obviamente!) y salgo a bailar con quien sea. Ocurre que sabe Dios por que razón la única música con la que parece contar el DJ son ininterrumpidos enganchados de cumbia-reggaeton los que tienen la habilidad de taladrarme el cerebro de manera progresiva a lo largo de la noche, o sea, unas 5 o 6 horas. Promediando el final de la jornada, cuando mi agonía musical parece haber terminado, el DJ abandona por unos minutos sus icónicos enganchados y los reemplaza por el aun mas perturbador carnaval carioca. Aun a riesgo de ser considerada un ser antisocial admito sin complejo que no comulgo con el pee pee pee pee pee pee, el cotillón fluorescente y el baile en trencito. Y me rehúso a creer que en el año 2012 con tanto músico talentoso por el mundo los DJs no encuentren algo mejor que hacernos saltar al ritmo de Xuxa.

Pero este año algo fue distinto. No el lugar, porque fue en el mismo lejano centro de convenciones. No el menú, porque se contrato al mismo cocinero. Ciertamente no la bebida, porque la Coca Cola Zero brillo por su ausencia (debería haberlo escrito como sugerencia para el año próximo. Pucha, se me paso!). La música fue levemente mejor aunque no logramos eludir ni el cotillón, ni el fenómeno televisivo brasilero de los 80. Pero a nada de esto quiero hacer mención.

A lo que me quiero referir es a la sensación que por primera vez experimente desde que trabajo en esta empresa y que es que me sentí que soy parte de algo. Sera que hace ya casi 2 años que conozco a esta gente y ellos a mi y, si bien no con todos, con algunos de mis compañeros se han establecido lazos de afecto que refuerzan mi sensación de pertenencia al lugar y me hacen sentir muy bien. Pero esta no es una sensación privativa mía. La necesidad de formar parte de un todo mayor a uno mismo es inherente al ser humano, es una necesidad social que todos buscamos satisfacer para no sentirnos solos.

A la salida siempre reparten un pequeño suvenir de la fiesta. El año anterior regalaron una pizarra imantada y una gorra con visera con el logo de la empresa. La pizarra cuelga en la heladera de la casa de mis padres pero la suerte que corrió la gorra no es de mi competencia. Este año nos dieron un bonito vaso térmico de aluminio que conserve con gusto. Lo puse a mano, junto a los vasos de todos los dias. Se que me va a hacer sonreir cada vez que abra la alacena.